Por: Leanna Shepard
“Soy el sargento Harsh. Severo es mi apellido (“harsh” en inglés, equivale a severo) y soy severa por naturaleza. No lo olvides”.
La guardia soviética se presentó y vociferaba órdenes mientras otros guardias uniformados empujaban a las prisioneras. El cuarto estaba oscuro y abarrotado. El terror se aferró a las prisioneras como el moho que amenazaba con apoderarse de las húmedas paredes de concreto.
Esto era Jilava, el primero de cinco campos comunistas de prisioneros donde Sabina Wurmbrand estuvo presa desde 1950 hasta 1953.
La joven Sabina nació en 1913 en un hogar judío ortodoxo en Rumanía, donde la sola mención del nombre de Cristo estaba prohibida. Al llegar a la edad adulta, Sabina “superó” su estricta crianza judía, considerándose a sí misma como una judía sin religión, decidiendo vivir una vida inmoral y salvaje durante su adolescencia e inicios de sus veintes.
Mientras visitaba a un tío en Bucarest, Sabina conoció al guapo y alto Richard Wurmbrand y rápidamente se enamoró de este joven judío. En un impulso se mudó a Bucarest solo para estar cerca de Richard; y felizmente contrajeron matrimonio el 23 de octubre de 1936. Cuando su prometido le advirtió que la vida con él no sería fácil, ella no le creyó, pero muy pronto descubrió que sus palabras proféticas se hicieron realidad.
Poco después de su boda, Richard se enfermó de tuberculosis, en aquellos días era prácticamente una sentencia de muerte. Fue durante esta grave enfermedad que Richard comenzó a leer un Nuevo Testamento que le dieron y vio el cristianismo bajo una nueva luz. No era ese culto que odiaba a los judíos como le habían hecho creer.
Conforme la salud física de Richard se fortalecía, lo mismo ocurría con su comprensión del Evangelio. Pero mientras Dios suavizaba el corazón de Richard, Sabina se volvió resentida y ansiosa debido al cambio que vio en su esposo. El día del bautismo de Richard, ella en su desesperación determinó suicidarse.
Pero Dios tenía otros planes para Sabina. Mientras ministraba a su esposo el significado de la limpieza de sus pecados, Dios comenzó una obra de limpieza en el propio corazón de Sabina. Ella dejó de encontrar placer en las fiestas salvajes y en el estilo de vida inmoral que antes tanto disfrutaba. Se vio a sí misma como realmente era –una pecadora en necesidad de gracia- y experimentó de primera mano la misericordia y perdón de un Salvador amoroso.
Por el resto de su peregrinación terrenal, Sabina recordaría y se aferraría a este despliegue de perdón que había experimentado.
La vida como prisionera
En 1945, los comunistas rumanos tomaron el poder, y un millón de tropas rusas fueron “bienvenidas” al país. Richard Wurmbrand se había ganado una buena reputación por un lado debido a que ministraba a sus compatriotas oprimidos durante la Segunda Guerra Mundial –tanto a judíos como a gentiles- y por el otro, a su valiente predicación del Evangelio como ministro ordenado de la Iglesia Luterana. Por eso, los comunistas lo vigilaban muy de cerca; en 1948 fue arrestado por la Policía Secreta, dejando a Sabina sola con el cuidado de Mihai, su hijo de diez años.
Para Sabina, la repentina desaparición de Richard marcó el inicio de catorce años de búsqueda, oración, expectación y esperanza.
Apenas dos años después de su arresto, Sabina también se encontró en prisión debido a su fe, lanzada a condiciones de vida horrendas con severos trabajos de obreros. Los campos para prisioneras estaban llenos más allá de su capacidad con miles de mujeres de todos los trasfondos –monjas y prostitutas, gitanas y activistas políticas, personas de la nobleza y ladronas –todas compartiendo literas y letrinas.
Y ahí también estaba Sabina, la esposa del pastor –el único débil destello de esperanza dentro de esas oscuras paredes de las celdas frías y húmedas. Aunque su cuerpo estaba cautivo, su alma aún era libre; era evidente tanto para las prisioneras como para los guardias, que Sabina tenía algo que ellas, no. Su inexplicable paz y habilidad para extender amor y perdón a sus captores y compañeras de celda, las dejaba perplejas.
Sabina usó cada oportunidad para hablar a otras de Cristo, aún a riesgo de ser castigada o torturada. En verdad era valiente y estaba llena de esperanza a pesar de lo que había sufrido. Sin embargo, su resistente fe no le eximió de tener ocasionales arranques de duda y desánimo.
Aunque se enteró que una amiga cercana cuidaba a Mihai, su Richard no la estaba pasando bien. Transcurrieron ocho años y medio antes de que él fuera liberado en una amnistía general –tres años después de que Sabina saliera libre- pero fue arrestado por segunda vez tres años después, soportando otros seis años de trato brutal en celdas de la prisión subterránea o en confinamiento solitario.
En más de una ocasión, Sabina se sintió tentada a abandonar su esperanza de volver a ver a Richard, o a divorciarse de él o a considerarlo muerto y continuar con su vida, como muchas otras esposas de prisioneros habían hecho. Pero Dios la guardó y protegió el corazón de Sabina, y su matrimonio.
Qué agradecida se sintió de no haber cedido cuando, después de siete largos años sin saber del paradero de Richard, recibió una postal con su letra, que comenzaba con esta frase: “El tiempo y la distancia apagan un amor débil, pero fortalecen al verdadero”.
Después que su esposo fuera liberado por segunda y última vez, luego de haber soportado catorce años de tortura extrema a manos de la brutal policía secreta, Sabina y su ahora hijo adulto se unieron a Richard en su trabajo con la Iglesia Clandestina.
Estos eran en verdad tiempos fuertes, ya que la iglesia se reunía en secreto en distintas ubicaciones. “Vivíamos peligrosamente. Y nunca nos sentimos aburridos,” es lo que Sabina escribe en su autobiografía, La Esposa del Pastor (The Pastor’s Wife). Cada detalle era bien planeado con anticipación: el lugar, la hora, la ubicación, la contraseña –todo. Aún con estas precauciones, con frecuencia fueron sorprendidos por la policía secreta o traicionados por informantes internos en su propia organización. Quienes asistían a las reuniones sabían que era posible que nunca regresaran a casa. Por esa razón, los ministros predicaban como si fuera su último sermón… porque bien podría serlo.
Mientras amigos y vecinos eran dispersados por la policía, Sabina descubrió que estaba albergando en su corazón una raíz de amargura contra estos informantes. Le costaba trabajo entender por qué miembros de su organización entregaban a sus propios hermanos en la fe.
Luego de pasar una noche sin dormir pensando en esto, sus ojos se posaron en un retrato que representaba a Cristo en la cruz. Se acordó de una de las últimas palabras de Cristo antes de morir: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y luego, “Tengo sed”. Entonces se dio cuenta del enojo en su corazón, y aquel día algo cambió en su interior. “¡Cuán sedientos de perdón estaban los traidores! El cual no les concedía. El cual retenía debido a mi amargura”. Determinó mostrarles amor, sin esperar nada a cambio.
Una voz para la iglesia clandestina
En diciembre de 1965, dos misiones judeo-cristianas pagaron los $10,000 de rescate al gobierno comunista para que permitiera que la familia Wurmbrand escapara de Rumania. Su viaje al oeste finalmente les llevó a los Estados Unidos, lejos del tiránico régimen y de la opresión del comunismo.
Pero no se olvidaron del sufrimiento de su gente. Fue esta preocupación por los cristianos perseguidos que movió a los Wurmbrand a iniciar un ministerio hoy conocido como La Voz de los Mártires (The Voice of the Martyrs), dedicado a despertar conciencia y cuidado para la iglesia clandestina.
Durante su tiempo en prisión, cuando perdía el sueño en las noches, Sabina oraba por sus compañeras prisioneras, por millares de otras personas que sufrían en el mundo comunista, y hasta por los cristianos en occidente que dormían con placidez en sus propias camas, cálidas y confortables. En lugar de eso, ella esperaba que se acordaran de orar por las hermanas que sufrían al igual que ella.
Su historia debería ser un ejemplo para todas nosotras. Debería hacernos detener y recordar a los creyentes perseguidos en el mundo, que en este preciso momento están compartiendo los sufrimientos de Cristo.
“En la prisión” compartía Richard, “vi hombres con cadenas de cincuenta libras en sus pies, orando por América. Pero en América rara vez se escucha una oración en la iglesia por aquellos encadenados en las prisiones comunistas”.
¿Qué podemos decir sobre nosotras, hoy? ¿Estamos ciegas a lo que sucede a nuestros hermanos y hermanas alrededor del mundo?
Al igual que otros creyentes a través de la historia, la vida de Sabina estuvo marcada con fuerte sufrimiento. Recorrió valles de profundo dolor y navegó en las embravecidas aguas de temor y tristeza. Pero se le recuerda y se le honra por su fidelidad a Jesús y el perdón que mostró a otros. Pues aún durante los años de incomparable adversidad, continuamente su corazón reflejó el amor y compasión de su Salvador.
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